sábado, 22 de septiembre de 2007

LA NUEVA CASA

Nuestra nueva casa aún estaba reluciente. No tenía mucho tiempo de construida: piso de tabla; las paredes de caña guadúa; el techo con zinc. Era una casa sencilla de materiales livianos que mi Padre inmediatamente le hizo algunos cambios. Dividió un ambiente para el dormitorio donde cabían hasta tres camas; el otro para la sala donde solían dormir los posantes. Para la cocina construyó otro espacio, cerrado con maderos. En una improvisada hornilla, construida con barro se cocinaba con leña, había cuyes y el humo se filtraba por las hendijas de los rústicos maderos, visión nostálgica parecida a nuestra antigua casa en Curtincapac. Mi Madre, que le gustaba elaborar ella misma el pan, construyó su horno, con barro y ladrillos, el mismo que estuvo en pie veinticinco años: fue derrumbado cuando construimos la nueva casa en 1989. En los alrededores de la casa había una gran cantidad de árboles de papaya con abundante producción. Comíamos y -a veces- a la plaza salía con canastos llenos de papayas y se las vendía rápidamente.

Mis padres trajeron sus tradiciones del campo. No vimos la necesidad de tener una cocina de kérex, muy populares ese tiempo; más bien continuamos cocinando con leña que se la conseguía fácilmente. Se la compraba por pilas o mi Padre traía del campo en su caballo. Las ollas, casi todas de barro. ¡Qué delicioso era el arroz cocido en las ollas de barro!, el café filtrado, acompañado de humitas; tamales o el delicioso pan que elaboraba mi Madre en su horno. Nadie pensaba que los antiguos hornos cambiaran a los actuales de gas o a electricidad. Construir uno de barro parecía difícil, pero la gente del campo tenía su experiencia. En Curtincapac la abuela Virginia tenía su horno y mi Madre también. Para construirlos se seguía un proceso lleno de pericia: había que buscar la tierra adecuada para conformar el barro a través de la batida, sea con los pies o las manos. Una vez elaborado el barro se le agregaba paja para que éste sea más consistente. En el piso se utilizaba ladrillos como soporte, donde se colocaba las latas con el pan, En la parte exterior se le daba un baño con barro más fino. Se dejaba una chimenea para que escapara el humo, la misma que regulaba la temperatura ideal. Siempre estaba una pila de leña bien seca que poco a poco se transformaba en brazas. Sus hábiles manos elaboraban un pan riquísimo: el típico pan de huevo, las cajetillas, las “guaguas” y las roscas. Cuando hacía pan merodeábamos alrededor para comernos el primer y delicioso pan caliente. El pan que elaboraba mi madre en su horno lo compartía con sus vecinos. Unas cinco familias vivíamos en el sector: La familia de Isaías Valarezo y Custodia Sánchez, Don Segundo Celi y su esposa Susana Reyes; Don Manuel Patiño y su esposa Tarjelia Sánchez, Don Laureano Quezada y su esposa Rosalía Blacio, y la señora Mercedes Lalangui con sus hijos Yolanda, Mercy, Esmeralda y José. No teníamos energía eléctrica a pesar que había una subestación en el sector. El agua había que transportarla en baldes u ollas desde el Departamento la Química, es decir pasando el actual puente de la Unión Portovelense. En realidad este cambio no fue tan radical porque en Curtincapac el agua también teníamos que traerla desde una quebrada, a unos cuatrocientos metros de la casa. Por las noches, padres, madres e hijos desfilaban con sus baldes u ollas para, desde la Química, llevar agua a sus casas. Fueron años de este trajín hasta que instalaron las redes de agua. Ante la falta de luz eléctrica nos alumbrábamos con lámparas de keroseno, o velas. El humo de los mecheros dificultaba en las noches el estudio, por eso fue un alivio cuando al fin tuvimos luz.

Mi Madre, como toda mujer católica, lo primero que hizo al llegar a Portovelo fue buscar un lugar adecuado para su altar, del cual nunca faltaron flores. Trajo algunas imágenes de Curtincapac, entre ellas el Niño Dios, quien –según ella- me había salvado de morir. Más tarde en un viaje que realicé a Ipiales –Colombia- con mi Padre enfermo, en 1988- le traje una imagen del Hermano Gregorio, que inmediatamente formó parte de sus invocaciones para curar a niños o adultos.

Cerca de nuestra casa, en 1964, la Compañía CIMA aún explotaba una mina. Las escombreras, por toneladas, rodaban en avalancha hasta la carretera que a veces obstaculizaba el tránsito de los carros que venían desde Loja.

(Tomado de la obra "Custodia virtuosa y solidaria" de Aldo Valarezo Sánchez)

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